El mundo de la diplomacia internacional tiene su propio código, un lenguaje en el que las palabras significan lo que los poderosos quieren que signifiquen. Y en este universo paralelo, Ucrania se ha convertido en una simple casilla de Monopoly que Washington y Moscú negocian sin rubor. Lo mejor de todo es que, en esta gran partida, ni los ucranianos ni los europeos parecen tener asiento en la mesa. Aunque ¿a quién le importa, si las decisiones trascendentales pueden tomarse en despachos alfombrados de Washington y Moscú?
Desde que estalló la guerra en 2022, Ucrania ha sido el epicentro de discursos altisonantes sobre democracia, libertad y soberanía. Y ahora, tras dos años de desgaste, parece que ha llegado el momento de hacer lo que se hace con cualquier crisis de manual: decidir su futuro entre dos superpotencias, sin molestar demasiado a los afectados directos. Después de todo, ¿qué podrían aportar los propios ucranianos a la conversación sobre su propio destino? (entiéndase la ironía)
Estados Unidos, con su inconfundible estilo de sheriff global, ha jugado sus cartas durante estos años enviando dinero, armas y discursos épicos sobre la resistencia ante la tiranía. Sin embargo, llega un momento en que hasta los imperios más caritativos deben preguntarse: «¿Nos está saliendo rentable este proyecto?» Mientras tanto, Rusia, con su estrategia de desgaste y su eterna habilidad para esperar, parece haber convencido a algunos de que tal vez sea el momento de hablar de paz… o de lo que ellos entienden por paz.
Así que aquí estamos, viendo cómo Washington y Moscú tantean la posibilidad de un acuerdo que ponga fin a la guerra, aunque sin preocuparse demasiado por los detalles molestos, como la voluntad de los ucranianos o la seguridad de Europa. Total, si la historia nos ha enseñado algo, es que cuando las grandes potencias deciden el destino de los pequeños, todo sale a pedir de boca. Solo hay que recordar Yalta, ese encantador precedente en el que unos cuantos líderes repartieron Europa con la misma solemnidad con la que se reparten los últimos bombones de una caja.
La gran pregunta es: ¿qué significa todo esto para Europa? Porque si algo está claro es que el Viejo Continente ha jugado su papel de secundario en esta tragedia global con una obediencia conmovedora. Primero, respaldando la causa ucraniana con sanciones, discursos y promesas de apoyo inquebrantable. Ahora, cuando la fatiga de guerra se hace evidente y los tambores de negociación suenan, Europa se enfrenta a una posible realidad en la que el desenlace del conflicto se decida sin contar con ella.
Los riesgos de esta política son evidentes: si Estados Unidos y Rusia alcanzan un acuerdo sin incluir a Ucrania ni a sus aliados europeos, la credibilidad de Occidente como defensor de la soberanía nacional quedará en entredicho.
Además, se abre la puerta a que cualquier potencia con aspiraciones expansionistas tome nota de que la paciencia y la fuerza bruta pueden dar frutos si se juega bien la partida.
Y, al fin y al cabo, ¿qué importa todo eso? Lo esencial es que los grandes puedan cerrar este capítulo de la historia con un apretón de manos, unas declaraciones solemnes y, si hay suerte, un nuevo tratado con nombre elegante que podamos recordar en los libros de historia.
Mientras tanto, los ucranianos pueden seguir reconstruyendo sus ciudades, los europeos pueden seguir preguntándose qué demonios pasó con su papel en la geopolítica, y el mundo puede seguir girando, con la misma indiferencia con la que lo ha hecho siempre.
Foto cabecera: El secretario de Estado de EE.UU., Marco Rubio, el enviado estadounidense para Oriente Medio, Steve Witkoo, y el asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Mike Waltz