El desafío de reconstruir desde la integridad
Hay palabras que deberían estremecer cuando se pronuncian. Una de ellas es “corrupción”. No solo por el delito, sino por lo que implica: una fractura en la confianza, una grieta en la ética pública, una traición al propósito del servicio político. Cuando la corrupción se normaliza o se relativiza, lo que se corrompe no es solo el sistema, sino también la mirada de quienes, desde fuera, ya no esperan nada.
La política, como instrumento de transformación colectiva y social, está llamada a ser ejemplo. No trinchera. No negocio. No espectáculo. Sin embargo, vivimos en un tiempo donde demasiadas veces lo urgente borra lo importante y donde lo partidista silencia lo justo. Un tiempo donde el cortoplacismo devora los principios y la polarización convierte la coherencia en rareza. Y, sin embargo, es precisamente ahora cuando más se necesita recuperar la raíz de la vocación pública: servir, no servirse.
La corrupción: más allá del dinero
Reducir la corrupción solo a los casos económicos es minimizar su profundidad. La corrupción comienza antes de la mordida. Se gesta en la permisividad, en el silencio cómplice, en el «esto se ha hecho siempre así», en el “es legal, aunque no sea ético”. Se infiltra en decisiones tomadas a espaldas de la ciudadanía, en la utilización partidista de recursos, en la compra de voluntades, en las redes clientelares disfrazadas de institucionalidad. Y también, en los discursos vacíos, en las promesas que se saben incumplibles, en la falta de ejemplo.
Por eso, la verdadera regeneración política no se logra sólo con leyes más estrictas o con pactos de transparencia firmados en ruedas de prensa. Se logra cuando se hace de la integridad un hábito, no un eslogan.
¿Qué significa entonces actuar con integridad?
Significa alinear lo que se piensa, se dice y se hace, incluso cuando nadie está mirando. Significa asumir que la confianza ciudadana no se reclama, se gana. Que la autoridad moral no viene con el cargo, sino con las decisiones. Y que la ética pública no es un adorno del poder, sino su fundamento.
En la práctica, la integridad política se construye así:
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- Rindiendo cuentas, incluso sin que te las pidan.
- Separando lo institucional de lo personal y de lo partidista.
- Reconociendo errores con humildad, sin parapetarse en el ataque al otro.
- Defendiendo siempre la verdad, incluso cuando no conviene.
- Eligiendo equipos por méritos, no por lealtades ciegas.
- Aplicando las mismas normas que se exigen a la ciudadanía.
- Siendo austero en el fondo y en la forma.
- Haciendo política desde la empatía, no desde el desprecio al discrepante.
- ¿Y cómo cambiamos este contexto?
Transformar la cultura política no es un gesto individual, aunque sí comienza por uno. Requiere valentía para ser distinto. Para decir «no» donde otros callan. Para romper inercias. Para creer que gobernar con honestidad sigue siendo posible y que, en esa coherencia, está el verdadero liderazgo.
Se necesita una generación de políticos —y de ciudadanos— que no solo hablen de cambio, sino que encarnen ese cambio. Que eleven el nivel de exigencia. Que premien la ética. Que denuncien el cinismo. Que renuncien a ganar a cualquier precio. Que entiendan que el cómo importa tanto como el qué.
Hay esperanza cuando hay ejemplos. Cuando hay referentes* que demuestran que se puede gobernar sin favores, sin atajos, sin miedo. Cuando hay mujeres y hombres que entienden que el poder no es un privilegio, sino una responsabilidad. Que el prestigio no se compra, se construye. Que la política limpia no es una utopía, sino una necesidad democrática.
Integridad: la revolución silenciosa
No cambiará todo de un día para otro. Ni bastará con un nuevo partido ni con una ley más dura. Lo que necesitamos es una revolución de valores. Y toda revolución comienza en lo cotidiano: en cómo se toman las decisiones, en cómo se gestiona el poder, en cómo se responde ante el error. En definitiva, necesitamos EMERGER de nuevo.
La integridad no es un fin, es un camino. Exige constancia, humildad y coraje. Exige ir contracorriente. Y es el único camino que nos puede devolver la credibilidad perdida, la política digna, y un futuro compartido del que sentirnos orgullosos.
Porque cuando todo lo demás falla, solo la integridad puede sostener lo público.
Pdta. Ejemplo de referentes.
José Mujica (Uruguay) Ex presidente de Uruguay por el Frente Amplio (izquierda). Vivió con humildad, renunció a la residencia presidencial y donaba el 90% de su salario. Gobernó sin favores a empresas ni élites, y con coherencia entre discurso y acción. Ejemplo de liderazgo austero, ético y profundamente humano.
Ernest Lluch (España) Ministro de Sanidad con el PSOE (años 80), impulsor del sistema sanitario universal en España. Intelectual riguroso, dialogante incluso en contextos de confrontación, y comprometido con la ética pública. Fue asesinado por ETA precisamente por ser un símbolo de diálogo y democracia. Ejemplo de firmeza ética y sentido de Estado desde la izquierda.
Angela Merkel (Alemania) Canciller alemana durante 16 años, desde la CDU (centroderecha). Sobria, austera, sin escándalos personales. Nunca usó el poder para beneficio personal. Gobernó con pragmatismo, sin populismos ni redes clientelares. Ejemplo internacional de liderazgo sereno y honesto desde la derecha.
Adolfo Suárez (España) Primer presidente democrático tras la dictadura, desde UCD (centroderecha). Renunció a intereses personales y partidistas para pilotar la Transición. Apostó por el consenso, incluso enfrentándose a su propio partido y al régimen que le dio origen. Ejemplo de valentía institucional, dignidad y renuncia a favores políticos.