El poder es la habilidad de influir en el comportamiento de otras personas con el único fin de mover la realidad hacia un fin deseado. Sin embargo, cuando nos referimos al poder fáctico existe un matiz que marca una diferencia clara sobre dicho fin; y es la forma de conseguirlo.
Teniendo en cuenta que dicho poder se ejerce al margen del aparato del Estado y se sirve de su autoridad informal o de su capacidad de presión para influir políticamente, las consecuencias sobre la influencia en el comportamiento de la mayoría viene muchas veces designado por los intereses de una minoría. Hablamos
de la influencia que ejercen los Bancos, la Iglesia, la Prensa, la Oligarquía e incluso el Ejército y la Monarquía.
Decía Napoleón Bonaparte “Coloca tu mano de acero dentro de un guante de terciopelo” y precisamente eso es lo que hace el poder fáctico con el pueblo. Presentan soluciones para la mayoría que solo sirven a una minoría. Así es como el poder se convierte en el arte del engaño. Donde el poder presenta una conducta de suma decencia que en realidad es una gran manipulación consumada.
Es un hecho que todo el mundo, quiere y desea poder. Según Robert Greene “La sensación de no tener poder sobre la gente y los acontecimientos es insoportable para nosotros -cuando nos sentimos impotentes, nos sentimos abatidos-. Nadie quiere menos poder; todo el mundo quiere más” y el poder siempre piensa en dar respuestas que sirvan para mantenerse en el mismo lugar y con la misma amplitud de autoridad, independientemente de que las circunstancias vayan cambiando y la sociedad siga evolucionando en dirección contraria a los deseos de las élites.
A lo largo de la historia, los séquitos siempre se han creado alrededor de las personas que disponían el poder. En la actualidad sigue siendo exactamente igual, sin embargo es arriesgado aparentar disponer de dicho poder y mucho más manifestar lo que se hace para obtenerlo.
Hoy al igual que ayer es necesario fingir ser sociable, honesto, democrático y ecuánime, aunque realmente no se sea. Pues ir abiertamente bajo estos valores es dar oportunidad a cualquier adversario ávido de querer el poder, que uno tiene. El poder no es condescendiente, ni amable, ni complaciente, si detrás no se obtiene un beneficio explícito por el privilegio otorgado. Escribió el diplomático y cortesano Nicolás Maquiavelo “Cualquier hombre que intenta ser bueno todo el tiempo está condenado a caer igual de bajo que un gran número de hombres que no lo son”.
Y efectivamente el poder no se rodea de semejantes, aunque se ejerza entre homólogos. El poder equilibra los poderes de unos pocos en beneficio del conjunto definido; y por ello cualquier movimiento de uno es conocido por el resto, aunque el resto siga siendo una minoría que nunca se sabrá exactamente quienes son, aunque sí se intuya dónde están.
El poder siempre tiene diferentes figurantes a la espera de salir al escenario e interpretar su papel. En política todos parten del mismo guión: quieren y desean el poder para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y crear proyectos beneficiosos para la sociedad, sin embargo, cuando se dispone de él sin restricciones, el político se auto-justifica frente a todo tipo de conductas, a través del auto-engaño, con el fin de seguir manteniendo el dominio de superioridad que en un primer lugar le fue concedido legalmente a través del voto y posteriormente robado a través de actuaciones en su propio beneficio.
Esta situación dista mucho de la esencia pura de la política, donde la confianza otorgada democráticamente es usurpada de forma ilícita sin que en muchas ocasiones se tenga conocimiento, aunque en las élites si se tengan consciencia de ello.
El poder implica fuerza, enfrentamiento y acatamiento a la vez que disputa, debate y manipulación, por ello es percibido en muchas ocasiones como malicioso o injusto e incluso la autopista directa hacia la corrupción.
Todo aquel que llega al poder, llega por una motivación extrínseca o por una motivación intrínseca, siempre asociada al ego, que no debe interpretarse de forma peyorativa, muchas ocasiones camuflada desde la creencia de querer servir a los demás, creencia que va transformándose, en la medida que se alcanza el objetivo inicial. Unos mantienen la esencia básica de su motivación, mientras otros, de una forma inconsciente aunque a la vez consciente, comienzan a cuestionarse envueltos por
el ego cuál era su objetivo original.
El ego siempre tiene más fuerza que el poder. El ego está presente siempre. Coge asiento como si de un sillón orejero estuviéramos hablando, donde solo ve un plano y una dirección, y evita la escucha de toda intromisión que lo aleje de su objetivo. Hace de aquel que goza de las mieles del poder se crea omnipotente. El ego va asociado a la ingratitud y a la soberbia, lo que lleva al individuo a un estado de soledad y autismo que transforma la realidad de su entorno en una mentira justificada
Así es el poder, ciego. Sin embargo, un poder respetable simboliza la virtud en la toma de decisiones y encarna una voluntad personal para cumplir con el deber público. El poder honrado se construye con comportamientos sensatos y decisiones que ayudan a la mayoría.
El poder sea político, legislativo, fáctico, judicial, militar o cualquier forma que tome, será respetado siempre y cuando las personas que lo ejercen se lo ganen con los hechos y no con las palabras. Un ejemplo contundente de lo que estamos exponiendo en este trabajo es el caso de las tarjetas “Black” donde la alta dirección de Caja Madrid disfrutaba de unas remuneraciones todavía más cuantiosas de las oficialmente conocidas y donde se evidencian cada una de las siete fases que se dan (poder, política, políticos, miedo, mentira, silencio y corrupción) para entender cómo se llega del poder a la corrupción dentro del contexto político.
Por ello, el poder sólo será venerable si se mantiene con personas honradas, donde sus palabras se sostengan a los resultados mediante hechos y si la integridad del poder se centra en el instante actual para entender la realidad y deja de crear escenarios paralelos que distraen a la masa en beneficio de unos pocos.
La arrogancia y el ego están siendo cómplices de la indiferencia social. Casos como el de Bárcenas, Brugal, Eres Andalucía, Viajes Monago, Operación Púnica entre otros, hacen que el poder y la política carezcan de legitimidad y condicionan a la sociedad a verse como “consumidor electoral”, como asistentes de un juego en donde las reglas están en las manos del mejor postor.
Es el ego quien traiciona los principios, intercambia realidades por percepciones personales a través de consecuencias subjetivas. Es el ego quien altera todo y distorsiona la capacidad de aquellos que están en el poder, seleccionando lo que escuchan para seguir manteniendo las creencias en las que se asientan sus decisiones y generan sus realidades. Y son precisamente la soberbia y la arrogancia quienes hacen que el ego sea más fuerte que la voluntad y como consecuencia ayudan a exhibir más defectos que virtudes. Son la soberbia y la arrogancia quienes silencian la opinión, condicionan las propuestas y condenan la transformación del entorno social y político que estamos viviendo. Es entonces, cuando el poder queda secuestrado y toma protagonismo la corrupción. Es la ausencia de valores lo que distorsiona la realidad y quien aporta el protagonismo al miedo, a la mentira y al silencio. Y ante esa realidad distorsionada la corrupción anda a sus anchas con la creencia de ser impune a cualquier decisión. Craso error, pues la verdad utilizando el mismo silencio, la mayoría de las veces hace presencia, poniendo al poder entre rejas.
En definitiva mientras el poder adquiera como único objetivo mover la realidad hacia un fin deseado concreto y definido para una minoría,
estará a su vez al servicio de los más débiles en valores éticos y morales, llevándoles con diligencia al camino de la corrupción.